lunes, 25 de septiembre de 2017

CAPITULO 47 (SEGUNDA PARTE)




Santiago se detiene frente a uno de los más lujosos restaurantes en la zona céntrica de Londres. Ya lo conozco, sé cuánto sale un platillo ahí dentro, pero quiero pensar que él está completamente seguro de lo que está haciendo.


—¿Te gusta este lugar? —pregunta, mirando hacia la entrada mientras que me ayuda a bajar del coche, al mismo tiempo que el ballet parking se acerca para estacionar el vehículo.


—Sí. Es muy bonito. He venido aquí un par de veces —le digo, intentando no recordar las cenas que tuve con Pedro y su familia en este sitio, durante el último año.


Toma mi mano y rápidamente nos adentramos en el lugar que está repleto de gente, como siempre.


El maître se acerca a nosotros con una amplia sonrisa. Ya lo he visto un par de veces y estoy completamente segura que ese tipo sabe quién soy.


—Tenemos una reserva para dos personas a nombre de Santiago Ludwig —dice, sonando completamente seguro de sí mismo.


Oh, por Dios. Está rodeándome la cintura de una manera sumamente protectora y no puedo evitar sonreír ante ese gesto, mientras que espero que nos dirijan hacia nuestra mesa.


—Gracias —digo cuando Santiago corre mi silla a un lado para que pueda sentarme.


Enderezo mi espalda, elevo mi barbilla y coloco ambas manos en mi regazo. Él toma asiento delante de mí y me sonríe luego de unos segundos de mirarme en completo silencio.


—¿Cómo te sientes? —pregunta, estirando su mano por encima de la mesa.



Está pidiendo que le entregue mi mano, no me dice nada, pero puedo leer sus pensamientos. Le doy mi mano y él la toma con delicadeza, como si se tratara de un tesoro, de algo realmente importante, luego, acaricia mi piel con su pulgar y me deja completamente muda.


—Eh… nunca creí que volvería a suceder, pero estoy bien.


Él se ríe levemente y niega con la cabeza.


—Me refería al resfriado. ¿Estás mejor con eso?


Ah, claro, eso.


Mis mejillas se ponen rojas y siento ese ardor en mi cara por causa de la vergüenza. Que tonta soy.


—Sí, estoy mucho mejor, como dijiste que lo estaría.


El camarero llega y nos entrega la carta. Santiago se encarga de las bebidas, mientras que miro los diversos platillos. No se me antoja nada de esto, no quiero comer nada excéntrico y costoso solo por el hecho de estar en un lugar así.


—¿Qué deseas cenar, Paula? —pregunta, apartando su vista del menú. Frunzo el ceño y releo uno a uno los platillos, pero tengo que ser sincera, nada de esto me interesa. No quiero comer aquí.


—Escoge por mí —le pido con una de mis mejores sonrisas.


Él parece contento con mi petición y vuelve su mirada hacia la larga lista de opciones para nuestra cena. Sé que ya lo tiene. Conoce mis gustos, sabe lo que detesto y estoy completamente segura que comeré lo que escoja.



****


Más tarde, estoy disfrutando de una deliciosa cena con la mejor compañía que podría escoger. Santiago es amable, dulce, atento y sigue conservando ese humor tan particular que hace que me ría sin control más de una vez. Esto me sirve para recordar viejos tiempos, todos esos momentos en los que éramos realmente felices. Solo era una niña, pero él fue el comienzo de algo que creí que sería para siempre, hasta que la universidad se interpuso entre ambos, pero no lo culpo. Era demasiado estúpida para arriesgarme por algo así, nunca fui capaz de luchar y decirle que lo quería y que podría soportarlo, como siempre, dejé que el orgullo me venciera y salí perdiendo como una tonta.



Mi madre controlaba mis citas y mis relaciones, y yo lo permitía por el simple hecho de pensar que de esa forma yo le agradaría más, pero era todo lo contrario.


—¿Algún problema? —pregunta al ver que mi sonrisa se borra de un segundo al otro.


—No sucede nada —aseguro, mirando el plato que tengo en frente. He comido casi todo y debo admitir que estaba realmente delicioso—. Estaba recordando algunas cosas —admito con la mirada perdida en algún lugar del inmenso salón.


Él extiende su mano por encima de la mesa y toma mi mentón para que lo mire directo a los ojos. La Paula presumida y segura de sí misma deja de existir por unos cuantos minutos, debo admitir que Santiago hace que no sea la que suelo ser siempre y aún no sé si eso es bueno o malo.


—No voy a desperdiciar esta oportunidad, Paula —Me mira fijamente con esos ojos azules que hacen que todo mi cuerpo tiemble—. Dejé que te marcharas una vez, pero ahora es diferente. Pienso aprovechar cada segundo contigo.


Sonrío ampliamente y dejo que el acorte la distancia entre ambos. Maldigo la mesa. Maldigo todo el restaurante, porque de verdad tengo deseos de besarlo aquí y ahora.


—¿Crees que a los demás comensales les moleste que nos besemos aquí y ahora? —pregunto con el ceño levemente fruncido. Estoy dándole permiso para que lo haga, para que me bese como quiera. No me opongo.


—No me importa —responde con una de sus sonrisas.


Se pone de pie, da dos pasos en mi dirección y luego toma mi rostro entre sus manos. Cierro los ojos completamente preparada para ese beso, acerco mí cara a la suya y cuando nuestros labios se rozan siento ese golpe, ese ruido que hace que toda la magia del momento se acabe. Me quedo completamente paralizada al ver a Pedro abalanzándose sobre Santiago de manera agresiva. Acaba de montar todo un espectáculo en uno de los restaurantes más concurridos, costosos y elegantes de todo Londres.


—¡Pedro! —chillo, poniéndome de pie rápidamente.


No puedo creer que esto esté sucediendo, no puedo siquiera moverme de mi lugar. Santiago responde al golpe y ahora están los dos matándose como si fueran animales.


—¡Santiago, detente! —bramo de nuevo.



Todas las personas del restaurante se pusieron de pie para ver el espectáculo y los guardias de seguridad entran al salón a toda prisa.


—¡Eres una perra, Paula! —grita en mi dirección, mientras que intenta acercarse.


Entre un camarero y dos guardias de seguridad intentan retener a Pedro, pero parece imposible. Está completamente fuera de control.


En este momento mis ojos ya están inundados de lágrimas y la impecable camisa blanca de Santiago esta manchada de sangre, al igual que su labio inferior. Este es el preciso momento en el que reacciono. Los guardias de seguridad comienzan a empujar a Pedro hacia la salida, me acerco a Santiago para comprobar que todo está bajo control, él me sonríe y luego limpia su labio con una servilleta. No he podido hacer absolutamente nada, pero Pedro se encargó de arruinar una noche que sería completamente perfecta.



—Señores —llama el maître, viéndonos con un gesto desconcertado y al mismo tiempo nervioso—, tenemos que pedirles que abandonen el establecimiento —pide, amablemente.


No me importa salir de aquí. Ya me he humillado demasiado en menos de una semana y no pienso quedarme para escuchar murmullos a mis espaldas.


—Vámonos, Santiago —digo, tomando su mano.


Él me mira por un instante, como si estuviese intentando comprender lo que sucede realmente, pero no pienso decir ni hacer nada al respecto. Es momento de enfrentarme al imbécil de Pedro y aclararle las cosas de una buena vez. 


Cuando dije que se acabó fue completamente enserio y él parece no comprenderlo.


—Vámonos —le digo en un murmuro cargado de suplicas—. Por favor, vámonos.


Estoy a punto de romper en llanto y no me siento del todo bien. Solo quiero desaparecer de aquí. Él toma su billetera y luego suelta un gran mazo de billetes sobre la mesa, con desprecio. El maître nos observa y con la frente en alto hago todo lo posible por evadir esas miradas acusadoras de toda esa gente entrometida y despreciable.







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