Llego a casa de mis padres, estaciono el coche en la entrada, tomo mis pertenencias y me bajo rápidamente. La lluvia ha parado, pero aún sigo mojada. Sé que terminaré resfriándome, puedo incluso sentirlo. Tengo que admitir que ahora estoy mucho más calmada. Ya le dije todo lo que, por el momento, tenía deseos de decirle. Lo dejé miserable e infeliz con esas últimas palabras y eso, al menos, sirve para aliviar mis penas, pero solo un poco, muy poco en realidad.
—¡Niña, Paula! —exclama Flora completamente horrorizada al verme—. ¿Qué te ha sucedido? ¿Olvidaste el paraguas? —pregunta acercándose.
—Es una larga historia —respondo en un murmuro apenas audible.
No tengo deseos de hablar ahora. Ella toma mi bolso, bueno, el bolso de mi madre, y lo deja a un lado. Luego, me da la mano y me dirige escaleras arriba con sumo cuidado. No digo nada, solo dejo que ella haga lo suyo. Me siento en la cama y espero a que mi baño esté listo. Lo necesito, necesito relajarme. Necesito paz, tranquilidad, quiero olvidarme de él y de lo que sucedió, al menos por un momento. Quiero solo unos minutos para encontrarme a mí misma.
Tomo mi teléfono celular y miro las diez llamadas perdidas de Pedro, más los seis mensajes de voz, más los mensajes de texto. Comienzo a eliminarlos uno a uno sin preocuparme por lo que dicen o lo que intentan decirme. Ya no me importa. Inmediatamente busco el número de mi madre y marco a su celular.
—¿Paula? —pregunta con el tono de voz sorprendido.
Puedo apostar todo lo que ya no tengo a que está frunciendo el ceño.
—Madre —le digo a modo de saludo.
Sé que solucionamos las cosas, pero aún hay cierta barrera de confianza que debemos romper. Cuando eso suceda, podré sentirme cómoda llamándola “Mamá”
—¿Qué sucede, querida? ¿Estás bien? ¿Qué sucedió con Pedro? —Pregunta velozmente y noto el tono de desesperación.
—Madre… —digo entre balbuceos—. Es muy complicado de explicar y, sinceramente, no tengo deseos de recordar todo lo que sucedió en este momento.
—Entiendo —responde no muy convencida.
—¿Crees que pueda quedarme con ustedes por un tiempo? —pregunto cerrando los ojos y cruzando los dedos mentalmente para que la idea sea aceptada.
Se supone que si te peleas con tu esposo, buscas un hotel en donde alojarte, porque se supone que tienes un trabajo y una profesión para mantenerte, pero no… Soy completamente dependiente y no pienso usar las tarjetas de crédito con el apellido Alfonso en ellas. Ese dinero ya no es mío, no quiero que lo sea tampoco, al menos no ahora.
—¿Un tiempo?
—Sí, un tiempo.
—Querida, sabes que puedes quedarte. No voy a mentirte, no es lo correcto, pero puedes hacerlo. Dile a tu padre, seguramente se pondrá feliz por la noticia.
—De acuerdo —le digo en un susurro.
—Adiós.
—Una cosa más —chillo antes de que cuelgue.
—¿Qué sucede?
Suelto un suspiro y me trago el orgullo. Esto es completamente patético.
—¿Podrías comprarme dos o tres mudas de ropa? Nada extravagante. Algo sencillo. Pedro y yo estamos en una gran crisis y no…
—Eres demasiado orgullosa —me dice con una sonrisa.
¡Está sonriendo al otro lado de la línea! Quiero ver eso.
—¿Crees que podrás hacerlo? —pregunto, intentando cambiar el rumbo de la conversación. No hablaré sobre Pedro ni de los estúpidos motivos por el que nos separamos. Si, ahora estamos separados y que se joda.
—¿Sigues siendo la misma talla de siempre?
Abro la boca y me trago ese sugerente insulto.
—¡Claro que sigo siendo la misma talla! —exclamo completamente ofendida—. ¿Qué estás insinuando?
Ella se ríe con malicia al otro lado y por alguna extraña razón me hace sonreír a mí también.
—De acuerdo. Te creo. Te veré luego.
Cuelga la llamada y Flora sale del baño secándose las manos en su delantal.
—Baño de espumas, quita estrés, generador de felicidad, listo para que lo disfrutes —me dice con una amplia sonrisa. Le devuelvo el gesto y me pongo de pie.
—Gracias —digo, quitándome el cinturón de mi madre.
El baño me hará bien, aunque no podré resolver todo este asunto, pero al menos me relajará por unas horas.
****
Termino de darme un baño y me envuelvo con la toalla color lavanda que Flora dejó preparada para mí a un costado del jacuzzi y voy directo al armario. No encontraré nada aquí, esta ropa no es la indicada y debo esperar a que mi madre regrese.
No puedo quedarme así durante no sé cuánto tiempo y, sinceramente, estoy algo cansada. Quiero dormir, lo necesito. Luego podré despertar y llorar por un imbécil que no lo merece. Ahora, solo quiero apagar mi mente y mi cuerpo por unas horas. Estamos a media mañana, podría dormir hasta el almuerzo.
Salgo del cuarto y camino descalza sobre el frío piso del pasillo. Llego a la habitación de mis padres, abro el armario de papá y tomo una de sus camisetas blancas, de las que suele utilizar debajo de sus camisas de oficina. Luego, regreso a mi habitación y me la coloco rápidamente. Me queda lo suficientemente bien y cubre lo que es necesario.
Me seco el cabello y me acurruco en la cama, abrazando la almohada a mi lado izquierdo. Me invade una angustia que es difícil de describir con palabras. ¿Qué se supone que estoy haciendo aquí? Un día normal en mi vida no involucra la casa de mis padres, la camiseta de papá y tampoco involucra todos estos sentimientos.
¿Cómo pudo cambiar todo de un segundo al otro?
No sé cómo, pero cuando logro notarlo, estoy llorando de nuevo. Es todo por su causa, lloro por él, lloro porque me dolió su traición, lloro porque realmente lo amo, lloro porque quiero encontrar una solución a todo esto, pero se me hace imposible. Tendré que darme un tiempo y una parte de mi me dice que no lo haga, que intente pensar en los motivos que tuvo para hacer lo que hizo. No quiso hacerme daño diciéndome la verdad, pero todo se convirtió en una mentira enorme y logró hacerme daño de todas formas. ¿Qué se supone que debo hacer?
Sollozo de nuevo y hundo mi cara en la almohada de plumas con aroma a lavanda. Soy una completa estúpida. Si la Paula de antes estuviera aquí, tal vez, estaría viendo la televisión sin preocuparse, pero no… la Paula enamorada y débil tuvo que surgir en mi interior y ahora estoy sufriendo como la completa idiota que soy.
Odiarlo, tengo que odiarlo, pero no puedo. Quiero hacerlo, pero me dejo vencer por todas esas voces que me dicen una y otra vez en mi cabeza que él es el hombre de mi vida.
¡Qué tonta!
—Pequeña… —musita mi padre desde el umbral. Quito mi cabeza de la almohada y lo miro mientras que se acerca a mí. Se sienta en la cama, me rodea con sus brazos y comienza a acariciar mi cabello una y otra vez.
—Oh, papá... —digo, rompiendo en llanto—. Me traicionó, ¿Cómo pudo hacerlo?
Mi padre no me dice nada, solo me acaricia e intenta consolarme de alguna manera. Sus abrazos y su afecto hacen que el llanto no sea tan doloroso, pero aún no puedo quitarme este peso de encima, ese maldito vacío en el pecho sigue ahí, seguirá ahí por no sé cuánto tiempo.
—No llores, princesa —me dice, acomodando algunos mechones de cabello detrás de mi oreja. Intento respirar con normalidad, y seco mis mejillas una y otra vez—. Ahora tendremos una conversación para que pueda entender lo que sucede.
Comienzo a contarle todo lo que sucedió, sin omitir ni un solo detalle. Todas las palabras, las acciones, reproduzco lo que sucedió una y otra vez en mi mente e intento describirle a la perfección toda nuestra discusión con esa mujer.
—¿Lo entiendes, papá? ¿Puedes creerlo?
Mi padre está realmente asombrado por todo lo que le dije, pero parece tener una solución entre manos. Me besa la frente y me dice que todo estará bien, que lo solucionaré porque soy fuerte y valiente y, sinceramente, le creo. Sé que saldré de esta situación cuando menos me lo espere.
—Tienes un bebé aquí dentro, princesa —Me mira con dulzura, mientras que acaricia a Pequeño Ángel—. Sabrás que es lo correcto para ti y para tu hijo cuando llegue el momento indicado. Ahora solo tienes que intentar no estresarte, eso afectará a tu bebé y no es bueno, cariño.
—Lo sé papa, tengo que pensar en Pequeño Ángel, pero es más difícil si Pedro no está aquí y no puedo permitir que lo esté. Tengo que darle una lección.
Mi padre me sonríe con malicia y acaricia mi mejilla. Algo se trae entre manos, lo conozco, puedo oler esa pequeña maldad a distancia.
—Tienes que hacer que pague por sus errores, princesa —asegura, mirándome fijamente.
—¿Pero, qué se supone que debo hacer?
—Es el momento perfecto para que mi preciosa hija utilice todos sus encantos a su favor…
Cruzo las puertas de vidrio de AIC y me detengo en seco debajo de la lluvia. Necesito sacar toda esa agonía que oprime mi pecho, necesito respirar. No tengo oxigeno nuevo en los pulmones desde que esa mujer empezó a hablar. Me siento como una completa estúpida. ¿Cómo pude creer en él? ¿Cómo pude enamorarme de él? ¿Por qué mierda tuve que ser tan débil? Siempre jugó conmigo, con mis sentimientos, con las palabras, siempre fue un juego. Detrás de toda la farsa de nuestro matrimonio había una farsa y una mentira aún mayor.
Me miro a mi misma mientras que la lluvia se encarga de mojarme por completo. No puedo evitar soltar una risita irónica. Soy patética, siempre lo he sido y siempre lo seré.
Traicionada, con el corazón roto, humillada y, además de eso, mojada. Debe de ser una broma.
Miro hacia atrás y veo a todos dentro del edificio, intentan disimular su curiosidad. Tal vez, todo el mundo sepa lo que acaba de suceder en esa sala de juntas. Puedo sentir sus miradas de lástima y de compasión a kilómetros de distancia, pero no necesito eso. No necesito nada más. Con todo lo que he oído, tengo más que suficiente.
Me dirijo al coche, abro la puerta y suelto un sollozo cuando veo mí reflejo en el espejo retrovisor. Ahí está esa mirada fría y calculadora de nuevo. Algo en mí se rompió, algo en mi cambió. No me siento como antes. Esa Paula infeliz y despreciable ha vuelto, vuelvo a sentirme como la misma mierda de antes y él es el culpable, solo él.
—Vas a arrepentirte por todo lo que has hecho —aseguro, limpiando el rímel de mis mejillas de manera frenética—. Juro por mi hijo que vas a arrepentirte, Pedro Alfonso.
Me sonrío a mí misma con lástima y luego enciendo le motor del coche. No sé a dónde mis propios pensamientos e insultos me llevarán, pero estoy dispuesta a averiguarlo.
Mientras que conduzco en dirección a la mansión Alfonso, miles de recuerdos invaden mi mente. Me siento tan extraña, fuerte, pero, al mismo tiempo, rota. Es indescriptible. Nunca he sentido algo así.
Llego a la mansión, bajo rápidamente del coche y corro en dirección a la puerta. Estoy furiosa, necesito descargar mi rabia, mi enfado, mi enojo o lo que mierda sea. Él merece el peor de los castigos. ¿Cómo pude ser capaz de hacerme eso? ¡Me enamoré de él! ¡Soy una estúpida!
—¿Señora Alfonso? —pregunta una mis mucamas apareciendo desde la cocina rápidamente. Parece confundida y algo perturbada—. ¿Quiere algo para secarse?
La miro con todo el odio del que soy capaz. No necesito de esto ahora.
—¡Quiero estar sola! ¡No fastidies! —exclamo, señalando con un dedo la puerta de la cocina para que se largue. No quiero ver a nadie, no quiero hablar con nadie. Odio a todos y a cada uno de los que se cruzan en mi camino, lo odio a él.
—¡Te odio, Pedro! —grito, tomando un jarrón que nos obsequiaron para nuestra boda. Lo lanzo con todas mis fuerzas en dirección al piso y hago que se rompa en mil pedazos. El estruendo es desorbitarte, pero no ayuda a liberarme.
Suelto otro sollozo y dejo que un par de lágrimas se escapen de mis ojos. Puedo llorar, ahora que nadie está viéndome, puedo hacerlo. Él no se merece mis lágrimas, no se merece nada de lo que tiene, pero tengo que hacerlo, debo llorar para intentar no sentirme tan miserable.
Elevo mi mirada hacia las escaleras, subo lentamente, mientras que sollozo como una completa imbécil. Camino por el pasillo y me detengo cuando llego a la puerta de nuestra habitación.
“¡Hice el amor con él mil veces en cama donde tu duermes!¡En la misma cama, cariño!”
Recuerdo esas palabras y mis ojos se llenan de lágrimas, pero mi cuerpo de furia. Entro a la habitación y observo esa inmensa cama perfectamente arreglada. Ahí me hizo el amor una y otra vez, ahí me folló todas las veces que quiso. Esta habitación es testigo de todo lo que ocurrió entre nosotros, pero también guarda los recuerdos de esa mujer, ella estuvo desnuda en sus brazos en esa misma cama ¡En donde yo dormía con él! ¿Cómo pudo hacerlo?
Me muevo rápidamente, tomo las almohadas de adorno que descansan sobre las almohadas más grandes y las lanzo al suelo. La adrenalina y el enfado de apoderan de mi cuerpo.
Siento asco, odio… ¿Cómo pude ser tan estúpida?
Mis hombros se mueven sin control alguno por causa del llanto. Coloco mis manos en mi cara y seco mis mejillas.
Luego, tomo las sábanas y el edredón y los arrojo a un lado, intentando calmar mi enfado, pero no es suficiente. Lo romperé todo si eso es necesario. No me importa nada, estoy decidida a mandar todo a la maldita mierda.
“¡Yo usé ese inmenso armario durante un año, yo también tuve sexo con él en su despacho, en la cocina y en todos los lugares donde seguramente también te folló a ti!”
Corro hacia mi armario, me quito los tacones que tengo puesto y los arrojo en dirección al espejo que ocupa toda una pared completa, y provoco que se formen varias rajaduras en él. Luego, observo detenidamente a mí alrededor. Veo mi ropa, mis vestidos, todas mis joyas, esos cientos de accesorios costoso que los compré por el simple hecho de llenar algunos de estos cajones vacíos… Eso es lo que Pedro hizo conmigo, me utilizó, me compró, porque eso es lo que hizo ¡Quiso que ocupara un lugar! ¡Como si fuera un adorno!
—¡Te odio, Pedro, te odio! —grito para mí misma.
Me vuelvo loca, furiosa, no puedo detenerme. Tomo todos los vestidos de fiesta que estaban perfectamente ordenados por modelos, eventos y colores, y los suelto sobre el piso.
Abro las puertas de uno de los armarios y arrojo todas las blusas de seda al montón de ropa, tomo mis zapatos y comienzo a lanzarlos al espejo, no me importa, nada de esto es mío, nada de esto debería de ser mío. Todo lo que tengo fue de ella, ella estaba antes aquí, ella dejó todas sus huellas en este estúpido lugar, el que yo creía que era ¡Mi lugar!
Observo la mesa, en medio de la tienda, repleta de accesorio y joyas, tomo el jarrón de vidrio que siempre contiene flores frescas en agua y lo arrojo al piso, provocando otro estruendo. Los vestidos se ven levemente empapados por el agua, pero no me importa. Nada de esto es mío de todas formas, nada de esto debió de ser mío, ni siquiera él…
Suelto otro grito, no soy la misma, estoy completamente descontrolada. Nada me importa. Voy a destruir todo esto si es necesario.
Agarro algunos de los collares y comienzo a lanzarlos por todas partes, solo oigo el ruido de cada uno de ellos al chocar con el suelo. Aún no es suficiente, quiero seguir rompiendo cosas… No es suficiente.
Acerco la silla hacia lo alto del armario y comienzo a lanzar las cajas de colores al suelo sin importarme por lo que tengan dentro. Tomo la inmensa caja blanca que tiene mi vestido de novia y lo miro con asco. Me bajo con sumo cuidado y, cuando mis pies tocan el suelo, suelto esa mierda para que caiga de mis manos. La tapa sale disparada hacia cualquier dirección, pero el vestido no se mueve de su interior. Me arrodillo y limpio mis ojos, las lágrimas nublaron mi vista y apenas diviso formas y colores. Tengo un nudo inmenso en la garganta y sé que no podré tolerarlo. Pedro me rompió el jodido corazón.
Muevo mis manos hasta tomar el vestido entre ellas. Lo observo por unos segundos y comienzo a recordar el día de nuestra boda, todo lo que sucedió, la manera desesperante en la que nos tratábamos, las veces en las que me dijo que me veía hermosa con el… era su vestido favorito, pero lo era también porque ella lo había usado antes que yo ¡El mismo maldito vestido!
Siento la rabia recorriendo mis venas.
Tomo el vestido y comienzo a rasgarlo. La parte de la falda, la parte del escote, no me interesa. Rasgo todo lo que sea posible. Si es por mí, nada quedará. No lo necesito, nunca debí de hacer esto.
Ese estúpido vestido, también usé ese maldito vestido cuando comencé a buscar un bebé, tal vez, el imbécil pensó en ella cuando hacíamos el amor ¡Fui una estúpida! ¡Me odio a mí misma!
—¡Paula! —Grita Pedro a mis espaldas. Cierro los ojos y percibo como se arrodilla a mi lado e intenta tomarme entre sus brazos—. Paula, por dios... —murmura, tomando mi rostro entre sus manos. Hace que lo mire y al verme su expresión cambia velozmente—. Paula... —balbucea.
—¡Te odio! —grito, golpeando su pecho—. ¡Te odio Pedro! ¡Te odio!
Él intenta esquivar mis golpes, que cada vez se vuelven más débiles, mientras que frunce el ceño y aparta su cara hacia un lado para que no lo golpee, pero pretendo golpearlo todo lo que se me antoje. En momentos como este soy capaz de matarlo.
—¡Cálmate! —grita, tomando mis brazos con más fuerza—. ¡Cálmate y escúchame!
Me callo y dejo de moverme. No porque él me lo pida, sino porque tengo deseos de hacerlo. Quiero oír sus excusas, quiero ver que es capaz de inventar.
—Ibas a casarte con ella, Pedro —le digo realmente dolida. Intento contener el llanto, pero no lo logro—. Ibas a casarte con ella, estabas enamorado de ella —aseguro con un hilo de voz.
—Escúchame —me pide, mirándome fijamente.
Sus ojos tienen un brillo especial y soy capaz de hacer lo que sea por verlo llorar. No creeré sus lágrimas, pero quiero verlas.
—Te amo a ti, Paula —musita, acariciando mi mejilla.
Mi mano cobra vida propia y golpea su mejilla con todas mis fuerzas. Nunca hice algo así y jamás creí que lo haría, pero admito que verlo así me encanta. Se siente bien, tal vez, debería golpearlo más seguido.
Me pongo de pie, mientras que el cierra sus ojos por causa del golpe y mantiene su cara a un lado, al mismo tiempo que su piel toma un tono rojo cereza.
—¡No vuelvas a decirme eso! —grito saliendo del vestidor—. ¡No vuelvas acercarte a mí! ¡Te odio!
Pedro se pone de pie rápidamente y me persigue por la habitación. Intento escapar, pero me acorrala en un rincón y me veo completamente indefensa debido al peso de su cuerpo encima del mío.
—Aléjate, Pedro —ordeno con la mirada cargada de odio—. Déjame en paz.
—Tenemos que hablar, Paula. Necesito que me escuches.
—Ya oí suficiente a esa mujer —digo, alejándolo—. Eres un imbécil, me das asco… ¿Cómo pudiste dormir por las noches sabiendo lo que me ocultabas? —cuestiono realmente dolida por la situación.
—Nunca quise hacerte daño, Paula. No me atreví a decírtelo.
—¿Y por eso dejaste a que esa maldita mujer lo hiciera por ti? ¡No tuviste el coraje para decírmelo y dejaste que ella hablara! ¡No te entrometiste en ningún momento! ¡Eres un cobarde, un poco hombre! ¡Eres una mierda!¿Cómo pudiste engañarme de esta manera? —chillo desesperada.
—¡No finjas conmigo! —me grita, señalándome con un dedo—. No finjas que eres la víctima en todo esto porque sabes que no es verdad.
—¡Claro que soy la victima! ¡Me engañaste, me usaste! —lo acuso, empujándolo hacia atrás.
—¡No te usé! —asegura, gritando de nuevo. Esto se sale de control, sé que estamos jugando con fuego y nos vamos a hacer daño—. ¡Nunca te usé! ¡No es mi culpa que seas una estúpida! ¡Quisiste ser ingenua!
—¿Qué mierda estás diciendo?
—Jamás te importó saber cuál era el motivo por el que me casaba contigo. No me vengas con ese cuentito de la esposa defraudada, porque vas a hacer que me ría, Paula.
Mi corazón vuelve a partirse en millones de pedazos de nuevo. No puedo creer que esté diciéndome esto. Él está molesto, yo estoy molesta y sé que las cosas de esta manera terminarán mucho peor. Tal vez, sea el momento de pensar en mí y en nadie más. Tal vez, sea el momento perfecto para tomar una decisión que acabe con nosotros para siempre.
—¡Sabías lo que la palabra “Remplazo” significaba para mí! ¡Sabías lo que sucedió con Mariana, sabías lo que sentía! Aquella noche en Múnich podrías habérmelo dicho y, sin embargo, preferiste callarlo todo este tiempo. Dejaste que esa mujer me destrozara. ¿Cómo te atreviste?
—Jamás te importó el motivo por el que me casé contigo. No fastidies ahora.
—¡Creí que era lo usual! ¡Querías una esposa para heredar la fortuna de tu padre! ¿Cómo iba a saberlo?
Pedro se detiene en seco e intenta recobrar el aliento. Me mira fijamente y luego suelta una sínica sonrisa.
—Esta discusión no tiene sentido, Paula. No tienes por qué estar molesta —dice como si estuviésemos discutiendo por el color de las paredes o por qué cenaremos esta noche.
—No puedo creer que hagas esto, Pedro.
—Tú me amas —asegura—. Yo te amo. Te amo desde el momento en el que nos casamos, eso lo sabes. Ella no significa nada para mí, tú eres lo único que quiero. Ella es mi pasado, nada que me importe recordar…
—¡Sigues trabajando con ella! ¡Fueron novios durante siete años! —le digo a modo de reproche.
—No mezclo el trabajo con mi vida personal. Estudiamos juntos, comenzamos a trabajar en la empresa de mi padre y luego comenzamos a salir. ¡No iba a despedirla porque rompimos! —me responde como si yo estuviese diciendo una incoherencia.
En ese momento mis ojos se llenan de lágrimas y de enojo.
Comienzo a recordar cada palabra de esa conversación, el día en que lo vi a él con ella por primera vez… Miles de dudas resurgen en mi mente. No puedo creerlo…
—Dijiste que trabajaba en España —afirmo, moviéndome unos centímetros para atrás. Lo que menos quiero en este momento es estar así de cerca de él. No quiero cometer un crimen —. Todos esos viajes, todas las veces que viajaste a España durante nuestro matrimonio, ¡Ella estaba ahí! ¡Por eso jamás me pediste que te acompañara!
Pedro se mueve nerviosamente de un lado al otro y coloca ambas manos sobre su rostro, como si estuviese intentando calmarse. No comprendo por qué lo hace si, en realidad, la que debe calmarse soy yo. Él es el culpable de lo que está sucediendo no yo.
—Trabajamos juntos, Paula. ¡Entiéndelo, por Dios! —brama exasperado.
—¡No puedo entenderlo! ¡No quiero entenderlo!
Comienzo a llorar de nuevo. Necesito aire, necesito calmarme. Esto es un completo desastre. Jamás pensé que mi matrimonio terminaría de esta manera, jamás creí que duraría tan poco. Nunca hemos tenido una discusión de este tamaño y estoy completamente segura de que no sucederá de nuevo. Siento odio, rencor, decepción. Ya no quiero estar con él, ya no quiero nada con él, no quiero verlo, no quiero tenerlo cerca. Me ha traicionado, no se merece mi comprensión y, mucho menos, mi perdón.
Jamás podré superarlo…
Camino en dirección a la cama y me siento sobre el mullido colchón. Comienzo a tener mareos y nauseas. No quiero vomitar en este preciso momento. Tengo un bebé en mi interior y no debo alterarme y menos por culpa de Pedro.
—¿Estás bien? —pregunta, acercándose rápidamente—. ¿Paula, estás bien? ¿Qué sientes?
Por un momento, casi olvido que lo más importante en todo esto es mi hijo. Estoy mojada, con el corazón hecho trizas y con los niveles de hormonas sobrepasando lo normal. Esto no está haciendo bien a ninguno de los dos. Pequeño Ángel tiene que estar bien.
—¿Quieres un vaso de agua? —pregunta, entrando en pánico.
Cierro los ojos, respiro lentamente e intento controlarme. Le digo que si con un movimiento de cabeza, él se pone de pie e inmediatamente corre al baño y regresa con un vaso de agua. Bebo un poco e intento calmarme. Ahora estoy bien, solo necesito que las náuseas se esfumen.
—¿Mejor? —pregunta, acariciando mi cabello. Coloca algunos mechones mojados de mi pelo detrás de mi oreja y provoca que lo mire directo a los ojos.
—No voy a correr riesgos innecesarios, Pedro. Voy a pasar un tiempo en casa de mis padres, hasta decidir qué hacer. Cuando esté lista, tú y yo hablaremos como dos personas adultas, sin gritos, sin nada de esto.
—Paula, no es necesario que te vayas —me pide, tomándome ambos brazos levemente—. No es necesario que lo hagas, podemos hablarlo luego, pero este es tu hogar, aquí fuimos felices. Todo esto siempre ha sido tuyo, Paula. No dejes que ella se salga con la suya.
—Necesito tiempo para pensar, Pedro —reitero de nuevo porque él no parece comprender lo que le digo—. Me mantendré en contacto contigo para informarte sobre nuestro hijo, pero nada más —le digo secamente, mientras que me pongo de pie—. No quiero que me busques, no quiero que me llames ni que hagas nada.
—Paula, por favor… —implora.
—No puedo perdonarte, Pedro. Creo que es mejor que te lo diga hora.
—Paula, no tomes decisiones precipitadas —me pide, intentando acariciar mi cara—. Te necesito, te amo a ti, sabes que te amo.
—Yo también te amo, fui una estúpida y me enamoré de ti, pero eso no es lo importante ahora, Pedro —digo, mirándolo con frialdad—. Me traicionaste de la peor manera. No quiero saber nada de ti.
Ahora soy fuerte, no solo por mí, también soy increíblemente fuerte por mi hijo.
—No puedes dejarme así.
—Lo estoy haciendo .
Camino en dirección a la puerta de la habitación.
—Paula… —me implora desde el otro lado de la habitación.
Me detengo en seco y cierro los ojos. Intento no llorar. Lo miro por encima del hombro y lo veo ahí, de pie, mirándome con esos ojos repletos de desesperación y dolor. No puedo ser frágil.
—Mi abogado te enviará los papeles de divorcio dentro de unas semanas…
Papá me deja conducir su coche hasta su empresa. Se despide de mí y me deja al cuidado de uno de sus tesoros.
—Tú lo utilizarás más, regresaré a casa en taxi, luego —asegura con una sonrisa despreocupada.
—De acuerdo —le digo, encendiendo el motor de nuevo.
Estoy nerviosa, no dejo de apretar el volante una y otra vez para intentar liberarme de todo lo que siento. No sé qué sucederá, no sé con lo que me voy a encontrar, pero no pienso marcharme de allí sin saber que está sucediendo.
Ella estará ahí, estoy completamente segura de eso. Ahora, más que nunca, tengo que sentirme la reina del lugar. Tengo que aplastarla.
—Estaremos bien, Pequeño Ángel —aseguro, acariciando mi vientre cuando un semáforo en Oxford Street hace que me detenga.
Ni siquiera la música clásica de papá puede lograr que mis nervios se tranquilicen. Mis manos están temblando y no sé si es por miedo o por enojo.
Llego al inmenso edificio, estaciono el coche al lado de la acera y subo las escaleras a toda prisa. Me puse tacones solo porque me siento segura y poderosa con ellos. De otra manera, no podría hacerlo, además, son los mismos que utilicé ayer, porque no tenía otros. No sé a lo que me enfrentaré y, por primera vez, el miedo que siento es cien por ciento real.
—¡Señora Alfonso! —exclama una chica de cabello castaño y ojos marrones, desde el recibidor. Me acerco velozmente y le dedico una falsa sonrisa—. ¿Quiere que la anuncie?
—No. Está bien. Quiero sorprender a Pedro —le digo como mejor excusa.
Ella sonríe y me da la identificación con mi nombre y mis datos. Las letras en rojo que dicen “Acceso total” me hacen sentir la reina del lugar.
Corro hasta los ascensores, oprimo el noveno piso y espero ansiosa e impaciente hasta que los números comienzan a moverse en orden ascendente. La estúpida música, hace que me sienta aún más intranquila, solo tengo deseos de gritar y patalear. No podré con todo esto. No soy tan fuerte como creo…
—¿Samantha Stenfeld, está aquí? —pregunto bruscamente, acercándome a Charlotte que me mira con indiferencia. Si no responde, soy capaz de estrangularla en cualquier momento.
—Sí, está en la sala de juntas —me dice, sonriéndome con falsedad.
—¿Está sola? ¿Dónde está mi esposo?
—Sí. La señorita Stenfeld utiliza la sala de juntas como oficina cuando viene a la ciudad. Y el señor Alfonso está en su despacho, claro. ¿Quiere que la anuncie, señora Alfonso?
—No finjas conmigo —Espeto de manera agresiva, logrando llamar la atención de varios de los empleados—. Cierra tu boca y regresa a tu trabajo.
Suelto mis pertenencias encima de su escritorio y camino hecha una furia en dirección a la sala de juntas. No me importa lo que tenga que hacer, no me importa si hago un escándalo. Estoy cansada de todo esto. No puedo tolerarlo.
Ella y yo hablaremos muy seriamente.
Entro a la sala de juntas y cierro la puerta de un golpe. Ella se ve realmente concentrada en la pantalla de su portátil, pero cuando alza la mirada y me ve, una amplia sonrisa se forma en su rostro.
—Tú y yo tendremos una charla —le digo de manera amenazante.
Ella se pone de pie sin borrar su sonrisa. Se acerca a mí y acomoda algunos mechones de cabello detrás de su hombro.
—Sabía que vendrías. Sabía que él no se antevería a contártelo…
—No comiences con tu jueguito de palabras —le advierto—. He venido para que hables de una buena vez, dime todo lo que tengas que decir, quiero ver que es lo que tienes bajo la manga.
Ella se ríe levemente y suelta un suspiro cargado de diversión, como si estuviese disfrutando de la situación.
—No lo voy a negar, tienes potencial, tienes carácter, eres valiente y, sobre todas las cosas, astuta, pero no demasiado.
—Responde mi pregunta.
El ambiente comienza a parecerme pesado, presiento que me quedaré sin oxígeno en cualquier momento, tal vez, sea por la cantidad de perfume barato que esa idiota se colocó
encima o, tal vez, sea porque estemos respirando el mismo aire. Necesito acabar con esto rápido.
—Pedro supo elegir muy bien a su esposa. No lo voy a negar.
Estoy comenzando a perder el control. Voy a abalanzarme sobre ella para sacarle todas esas extensiones que tiene si no va directo al grano.
—O más bien, al remplazo de su esposa —me dice con una sonrisa triunfal, mientras que se mueve con total despreocupación por la sala de juntas. Oigo esas palabras y comienzo a perder las fuerzas. No quiero que ella lo note, pero sé que fracasaré en cualquier momento…
—Habla con claridad —exijo, dando un paso hacia el frente.
—Oh, cariño… ya sabes, el remplazo, la mujer que ocupó mi lugar, la que se adueñó de todo lo que iba a ser mío. Esa eres tú.
—¿De qué estás hablando?
Intento resistirme, pero la confusión y el miedo me invaden.
Ella está ganando, me lleva mucha ventaja.
Otra risa suya se escapa desde el fondo de su garganta.
Estoy a punto deponerme a llorar, pero sé que no lo haré, jamás lo haría delante de ella. Solo quiero saber que sucede y largarme de aquí. No puedo ni siquiera…
—Explícate. Vamos, dime todo lo que tienes que decirme, estoy gustosa de oírte —miento para provocarla.
—Pedro y yo estábamos comprometidos, cariño. ¡Nos íbamos a casar!
¿Qué?
En ese preciso instante, la puerta de la sala de juntas se abre y Pedro corre en mi dirección a toda prisa. Me toma entre sus brazos y evita que me abalance sobre ella.
—¡Contrólate, Paula! —dice, apretando mi brazo con fuerza.
Ahora si estoy rota, estoy destrozada. No puedo, simplemente no puedo…
—¡Llegó el invitado de honor! —dice la rubia con otra de sus sonrisas.
—¡Déjala en paz, Samantha! —grita Pedro, furioso, completamente fuera de control.
Él me toma entre sus brazos y hace que lo mire fijamente.
Ahora si estoy llorando. Lo miro a él, la miro a ella y luego puedo verme a mí misma como una estúpida y patética ingenua que se dejó engañar.
—No la escuches —me pide, intentando acariciar mi mejilla—. No dejes que gane, Paula. No la escuches.
—¡Claro que quiere escucharme, Pedro! ¡Deja de engañarla! ¡Dile quien soy, dile que fuimos! ¡Vamos, muero por verla llorar, sería muy dulce!
—¡Cierra la boca! —grita en su dirección y vuelve a mirarme—. Paula, por favor, no le creas, te amo, sabes lo que siento por ti.
—¡Dile! ¡Dile que íbamos a casarnos el treinta de junio, dile que me propusiste matrimonio en París el día que cumplimos siete años de noviazgo, dile que viví contigo en esa mansión en donde ella vive ahora! ¡Dile!
No… Treinta de junio… El día de mi boda…
Mis ojos se abren ampliamente, mientras que veo a Pedro directo a los ojos, quiero buscar en su rostro algún rastro de tranquilidad, alguna señal que me diga que no es verdad, pero no veo nada. Todo es verdad, ella dice la verdad y no es necesario que Pedro lo niegue o lo confirme.
—¡Basta, Samantha! —exclama nuevamente, pero no se aleja de mí. Intenta defenderme de sus ataques, pero lo único que logra es dañarme más.
—Es verdad… —susurro conteniendo el llanto—. Todo lo que dice es cierto.
—¡Claro que es cierto, cariño! —exclama sentándose en su silla y cruzando sus piernas—. ¡Vamos, Pedro, dile todo!
—¿Aún hay más? —pregunto con un hilo de voz.
—Te casaste con el vestido de novia que yo escogí, bonita. ¿Era un Alexander McQueen, verdad? Te casaste con todos los adornos y preparativos que yo escogí, estás usando el anillo de matrimonio que estaba hecho para mi dedo. Todo lo que tienes, todo lo que presumes, fue mío antes de que aparecieras.
—¡Basta! —grito perdiendo el control. No necesito oír más—. ¡Cállate!
—¡Hice el amor con él mil veces en la cama donde tu duermes! ¡En la misma cama, cariño! ¡Yo usé ese inmenso armario durante un año, yo también tuve sexo con él en su despacho, en la cocina y en todos los lugares donde, seguramente, también te folló a ti!
Me suelto del agarre de Pedro y retrocedo un par de pasos.
Algo oprime mi pecho, no puedo decir nada, estoy completamente muda, perdida, desconcertada. Me siento rota, no soy nadie. El dolor que me consume es demasiado, no puedo soportarlo.
—Ya lograste lo que querías, cállate —pide él en un murmuro cargado de furia, pero ella está disfrutándolo, no se detendrá.
—Me decía que me amaba, me decía que quería tener hijos conmigo, me trataba como una reina, me enviaba flores todo el tiempo, me llenaba de lujos… Todo lo que hace contigo, lo hizo primero conmigo, cariñito.
Estoy paralizada. No sé qué hacer. Siento como mi corazón se desangra en mi interior.
—Eres un remplazo… —dice, mirándome de pies a cabeza, haciéndome sentir miserable y humillada—. Eres mi remplazo —exclama señalándose—. Me remplazó, estás en mi lugar, usaste todo lo que era mío… ¿Debes sentirte como una mierda, verdad?
Cierro los ojos y dejo que las lágrimas se deslicen por mi mejilla. Ya me humilló todo lo que quería, le encantará verme llorar y no voy a darle ese privilegio.
—Espero que esto logre llenar el vacío que hay en tu interior. Al menos un poco —le digo, mirándola con lástima. Me doy la media vuelta en dirección a la salida y antes de cruzar el umbral, me detengo en seco. Sonrío ampliamente y seco las lágrimas de mi cara.
Miro a Pedro y me acerco a él.
—Jugaste conmigo todo este tiempo —aseguro con una sonrisa—. Estabas jugando y te seguí el juego. ¿Qué ingenua, verdad?
—Paula, por favor… —me pide con los ojos cargados de lágrimas.
No me creeré ese cuento. Ni una de sus lágrimas valen más que las mías.
—Olvídate de nosotros Pedro, olvídate de tu hijo. Se acabó —aseguro reprimiendo el llanto.
Salgo rápidamente hacia el pasillo y acelero el paso cuando oigo que Pedro está siguiéndome. Siento como su mano toma mi brazo y me hace voltear en su dirección. Comienzo a llorar de verdad. Ahora estamos solos y podremos decirnos lo que es preciso, pero yo no diré nada.
Simplemente se acabó.
—Paula, no tomes decisiones precipitadas. Puedo explicártelo.
—Dijiste que ella no tenía explicación y tienes razón, Pedro. Se acabó —aseguro con el corazón partido en cientos de pedazos—. Se acabó para siempre…