Han pasado tres días desde que lo vi por última vez.
Debo confesar que me siento como una completa estúpida.
Lo extraño, extraño verlo, extraño despertar a su lado, extraño que no esté aquí, pero no puedo fingir que nada sucedió. Me duele lo que ha hecho y sé que dolerá por muchísimo tiempo. No estoy lista para perdonarlo. Solo he llorado y lamentado en silencio mientras que nadie me veía.
Saben que no me encuentro bien, pero tampoco se atreven a hacer algo por hacerme sentir mejor. Ninguno de ellos tiene la cura para esta enfermedad llamada Pedro.
—¿Paula? —llama mi madre al otro lado de la puerta de mi habitación.
Pongo los ojos en blanco y me cubro la cabeza con las sábanas color rosa. No quiero ver a nadie en un momento como este. Quiero estar completamente sola, sin tener que fingir que me siento bien.
Mi madre entra, sin mi permiso, con una bandeja entre sus manos. Me siento en la cama y suelto un suspiro. Sabe que no quiero que me moleste.
—No tengo hambre, madre —le digo rápidamente al ver todo lo que hay en la bandeja.
—Tienes un niño ahí dentro —dice, señalando mi vientre—, y no dejaré que cometas la estupidez de no alimentarlo por culpa de ese imbécil —me regaña. Los típicos regaños de mi madre, que muy en el fondo están cargados de razón—. Así que, come —asevera, tendiéndome un tazón lleno de frutas cortadas en cubitos.
Pongo los ojos en blanco y comienzo a comer lentamente.
Mierda. No tengo hambre, ¿No puede entenderlo? Pequeño Ángel y yo estamos bien, no necesitamos de todo esto. Ya hemos almorzado. No necesitamos comer a media tarde.
Frunzo el ceño y dejo escapar un gran estornudo que resuena como un gran y completo estruendo dentro de la habitación. Me recompongo de nuevo y vuelvo a estornudar.
Esa picazón en mi nariz comienza a hacerse cada vez más fastidiosa y provoca que lo haga de nuevo. Mi madre me mira de mala manera y se acerca para verme. Frunce el ceño y coloca su mano en mi frente.
—¡Santo cielo! —exclama, moviéndose rápidamente—. ¡Tienes fiebre, Paula! —me grita como si yo tuviera la culpa de ello.
Me toco la frente y noto que está algo caliente. Carla se desespera por completo y toma el teléfono de mi mesita de noche.
—Flora, comunícate con el doctor Ludwig, ahora mismo —le dice, claramente, nerviosa.
Sale de mi habitación y lo único que escucho son sus pasos de un lado al otro por todo el corredor. Necesito dormir, necesito descansar, no me interesa, tengo sueño, me duele la cabeza y, sinceramente, no tolero mi propio cuerpo. Solo quiero descansar.
Comienzo a tener frío y me cubro con el edredón. Me hago una bolita, mientras que coloco mi mano sobre Pequeño Ángel, muevo mis piernas debajo de las sábanas y comienzo a quedarme completamente dormida. Me olvido de Pedro, de todo lo que siento, dejo atrás la agonía, solo quiero dormir…
****
La puerta de mi habitación se abre lentamente. Primero veo a mi madre acercarse y a alguien detrás de ella. Al ver de quien se trata, abro los ojos, invadida por la sorpresa, y acomodo mi cabello despeinado. No puedo creer que se atreviera a hacerlo, no puedo creer que no me haya advertido. ¿Cómo se atreve? ¡Está loca!
—Paula —dice mi madre con una amplia sonrisa—. El doctor está aquí.
—Santiago… —murmuro, soltando el poco aire que me queda en los pulmones al verlo al lado de mi madre. Estoy a punto de morir. Me dará un ataque al corazón .No puedo creerlo.
—Paula —responde con una amplia sonrisa.
Está ahí, parado, en mi habitación, luciendo increíblemente bien, sexi, atractivo, seductor y dulce, con su bata de doctor y su maleta. Me ve como si fuéramos lo que solíamos ser antes de que me casara. Tengo un nudo en el estómago.
Esto debe de ser una alucinación, algo producto de la fiebre alta, no puede estar aquí, no puede ser el supuesto doctor.
—Santiago, te dejaré hacer tu trabajo —Mi madre acaricia su hombro con una sonrisa llena de felicidad—. Y tú —me señala—. Colabora con el doctor, no seas testaruda.
Luego, la veo desaparecer por la puerta.
Ahora el ambiente se vuelve incomodo, es decir… ¿Por qué él?
—¿Por qué estás aquí? —pregunto cruzándome de brazos mientras que lo miro fijamente.
No estoy molesta, pero si desconcertada y sorprendida.
Tenerlo en frente, luego de tanto tiempo, me pone realmente nerviosa.
—Me da gusto verte —responde sentándose en la cama, muy cerca de mí.
Toma alguna de sus cosas y se prepara mientras que observo cada uno de sus movimientos.
—No has respondido a mi pregunta —espeto de manera algo agresiva, pero yo no tengo la culpa que esto suceda. Él no debería estar aquí.
—Como sabes, mi padre es el doctor de la familia —dice, sin mirarme siquiera—, pero no ha podido venir y me ofrecí a ayudar —expresa, posando esos increíbles ojos azules en mi dirección—. ¿Tienes alguna objeción, Paula Chaves?
—¡Tengo todas las objeciones que se te ocurran, Santiago! —chillo.
Esto no puede ser posible.
Él me mira durante unos pocos segundos y luego una amplia sonrisa se forma en su rostro. Veo esos dientes blancos, esos labios rosados, esa leve sombra de vello que indica que se rasuró hace uno o dos días, que hacen verlo realmente bien. Ha cambiado un poco desde la última vez que lo vi.
—Eres realmente adorable.
Coloca su mano encima de la mía, que descansa sobre el colchón. Sentir su piel hace que me sienta realmente extraña. Noto esa corriente eléctrica, pero no es tan intensa como cuando Pedro me toca.
Muevo mi mano a otra parte y volteo mi cabeza hacia otra dirección. No puedo creer que esto esté sucediéndome.
—Creo que debes comenzar con la revisión —le digo en un murmuro apenas audible. Intento alejar de mi mente todos estos pensamientos extraños y procuro concentrarme en la música de la televisión.
—Sí, eso debo hacer.
Estoy realmente incomoda. La manera en la que me mira, la manera en la que respira e, incluso, como está sentado me pone nerviosa.
—¿Qué es lo que sientes, exactamente? —pregunta, tomándome por sorpresa, primero pienso que me pregunta que siento con respecto a él, pero luego recuerdo que es una revisión médica y evito el papelón.
—Me duele la cabeza y he tenido algo de fiebre hace un par de horas —respondo.
Él pone su mano en mi frente para medir mi temperatura y luego la aparta.
—Ya no tienes mucha fiebre, pero debo hacer algo con respecto a eso…
—Santiago, estoy embarazada —le suelto así, sin más, sin siquiera pensarlo, sin poder controlarme.
No estoy segura si mi madre se lo ha dicho y tampoco quiero que se lleve la sorpresa de su vida si sigue con su revisión.
Es preferible que el balde de agua helada se lo arroje yo, ahora, en este preciso momento.
Él se detiene en seco y eleva su mirada hacia mí. Parece sorprendido, pero intenta ocultarlo. Me sonríe y luego mira hacia otro lado, como si se sintiera realmente incómodo.
—Estoy muy feliz por ti —asegura en un murmuro—. Felicidades.
Sonrío y luego coloco mis manos sobre Pequeño Ángel.
—Gracias.
—¿De cuántas semanas estás? —pregunta, mirando mi vientre con una sonrisa a medias y una mirada triste—. ¿Ya has hecho algún chequeo médico con respecto a tu embarazo?
—Tengo casi siete semanas. He ido una sola vez para comprobar que lo estaba y tengo una cita dentro de cuatro días —le informo, intentando que no se me olvide nada.
Santiago toma algunas cosas de su maleta y pone el edredón a un lado. Todos mis sentidos se ponen en alerta durante segundos, luego, cierro los ojos cuando sube mi camisón de seda excesivamente corto y sexy.
Esto debe ser una broma. No puedo evitar sentir vergüenza.
Es doctor y lo que sea, pero nunca creí que esto sucedería.
Abro los ojos lentamente y lo veo ahí, observando mi ropa interior con un leve rubor en sus mejillas. ¿Por qué tenía que tener esas bragas precisamente en un momento como este?
—¿Pasa algo? —pregunto rompiendo el silencio.
Él mueve su cabeza de un lado al otro e intenta recobrar la compostura. Sé que debe estar recordando todas las veces en las que estuvo entre mis piernas, todas las veces que lo hicimos, en todas las veces que gemí su nombre y arañé su espalda, y sé que piensa eso porque yo también lo hago.
—No. Lo lamento.
Continua con su revisión intentando fingir que nada sucedió.
El ambiente se vuelve cada vez más intenso y solo deseo que acabe de una buena vez. Primero, posa el estetoscopio sobre mi vientre y sonríe cuando oye a Pequeño Ángel, supongo. Luego, escucha mi corazón y para hacerlo me ordena que me quite el camisón. Sé que no es necesario que lo haga, en realidad no debo hacerlo, pero ver esa expresión en su rostro me genera placer y me hace sentir mejor. Sé que sigo siendo hermosa, mucho más que cuando éramos novios y eso él lo sabe.
Me quito el camisón, lentamente y Santiago mueve sus ojos en dirección a mis senos, acerca su mano y escucha mi corazón. Debo admitir que es divertido, incómodo y al mismo tiempo excitante. Me hace sentir como una niña.
—¿Todo en orden?
—Todo está bien —dice con la voz entrecortada—. Tienes un leve resfriado. Eso explica la fiebre. Te daré ibuprofeno. Tienes que tomarlo cada vez que tengas fiebre. Es muy importante que te controles la temperatura a cada rato. Si la fiebre es muy alta podría hacerle daño a tu hijo…
—¿Qué?—pregunto rápidamente.
Oírlo decir eso mata todo rastro de maldad y diversión que sentía.
—La fiebre alta, por causa de un resfriado o una gripe, puede producirte un aborto espontaneo, Paula. Tienes que estar al pendiente de tu temperatura. Si consumes lo que te di y la fiebre no baja, debes llamarme inmediatamente.
Busca su billetera y me entrega su tarjeta.
—Ahí tienes todas las formas en las que puedes contactarte conmigo, no importa lo que sea. Si tienes alguna duda, llámame.
Tomo la tarjeta y leo lo que dice. Su nombre destaca en hermosas y elegantes letras cursivas y más abajo veo su dirección, el número de su casa y el de su móvil.
—Gracias —siseo con el tono de voz apenas audible.
—De nada —responde con una sonrisa—. Tienes que hacer reposo, comer cosas saludables y evitar dormir con el cabello mojado o andar descalza por ahí.
Otra vez estamos cerca, otra vez estoy sintiendo esa cosa que cosquillea en mi estómago y, otra vez, el ambiente se vuelve algo extraño.
—Debes ser un excelente doctor.
—Amo lo que hago, Paula.
—También me amabas a mí, pero no lo suficiente para arriesgarte por ambos —le reprocho.
—Me alegra verte bien —dice a modo de respuesta.
—No creí que volveríamos a vernos —confieso, mirando el azul de sus ojos—. Ha pasado mucho tiempo.
—Más de un año.
—Sí.
—Supe que te casaste —me dice, borrando la sonrisa de mi rostro. Provoca que todos esos recuerdos que eran hermosos en algún momento, vuelvan a atormentarme y a hacerme sentir completamente miserable.
—Así es.
—Con un millonario exitoso —agrega como si esas palabras lo molestaran.
—Sí —respondo brevemente.
No sé qué decir. Me siento incomoda. No puede culparme por mi reacción. Esto es demasiado.
—Felicidades.
—Estoy divorciándome.
Las palabras se escapan de mi boca.
Su mirada toma un brillo visible a cientos de kilómetros, como si acabara de decirle algo que realmente deseaba.
—Es una lástima que lo nuestro no haya funcionado en su momento —brama con una sonrisa triste.
Hacemos contacto visual y cientos de imágenes de cuando éramos novios invaden mi cabeza. Todas esas veces, esas salidas, esos besos… Era una adolecente, pero fue el primero de varios en muchas cosas. Santiago tiene mucha ventaja.
—Solo éramos adolescentes —le digo a modo de excusa.
—Te vi en los periódicos. Fiestas elegantes, eventos importantes… te veías bien. Tu esposo se veía muy orgulloso.
—No quiero hablar de él —digo rápidamente, poniendo mi mirada sobre el colchón.
—Lo entiendo —Coloca su mano en mi mejilla—. Solo deseo que la Paula que conocí no haya cambiado su forma de ser por todos esos lujos y excentricidades.
No… no puedo creer que esté permitiendo que me diga eso.
—Cierra la boca si no sabes lo que sucede —espeto secamente y de manera agresiva, mientras que aparto su mano de mi rostro—. No tienes por qué decirme esas cosas. Antes éramos algo, pero ahora solo eres mi doctor, ni siquiera eso, solo estás aquí porque… ¿Por qué tienes que hacer que me enfade? —pregunto bajo un brusco cambio de humor, mientras que golpeo su hombro.
—Porque sabes que digo la verdad, Paula —murmura, acercando mucho más su cara a la mía.
Ahora siento miedo, no puedo creerlo, pero acabo de perder el control.
—No tienes idea de lo que estás diciendo —aseguro en pose amenazante mientras que acorto mucho más la distancia entre ambos.
—Claro que sí —me dice completamente convencido.
Esto es como una guerra por ver quién tiene la razón, como en los viejos tiempo.
—Claro que no —aseguro de nuevo.
—Demuéstralo.
Frunzo el ceño, preguntándome a que se refiere. Ahora estamos cara a cara, nuestras narices pueden rozarse, siento su respiración sobre mi piel y lo peor de todo es que me gusta, me gusta como antes lo hacía también.
—¿A qué te refieres? —indago con un hilo de voz.
—Acepta cenar conmigo mañana —suelta así, como si nada, dejándome completamente anonadada.
No puedo evitarlo, y sonrío levemente agachando la mirada.
Ahora me siento tímida. Sabía que estaba en busca de algo como esto y, francamente, lo hizo de la mejor manera.
—Creí que debía hacer reposo —le digo con una sonrisa.
—Soy doctor. Me aseguraré de que estés estupenda para mañana en la noche —alardea, colocando su mano en mi cintura.
Me dejo vencer, me siento completamente idiota. No puedo reaccionar. Pierdo el control una y otra vez. No me importa absolutamente nada. Mi ego se eleva hasta los cielos y me siento yo de nuevo.
—No perderé una oportunidad como esta, Paula, no si se trata de ti…
Sus labios encuentran los míos. Solo cierro los ojos y dejo que suceda. Mi reacción lo toma por sorpresa a él y también a mí. Se supone que no sé lo que estoy haciendo. Solo dejo que me bese. Abro más la boca para darle acceso. No siento nada, no hay dolor, no hay recuerdos, no hay Pedro. Es solo Santiago, mi primer novio, besándome como me gusta. No son los labios que más deseo, pero son labios de todas formas. La desesperación se apodera de mí y solo quiero más.
Me aparto de él rápidamente, jadeando. Nuestras miradas se encuentran y ambos sabemos que queremos esto. No me importa Pedro, no me importa lo que pueda suceder. Solo quiero traicionarlo una tarde, porque él me ha traicionado durante todo nuestro matrimonio.
—Hazlo —suplico cuando siento que quiere tocarme y no se atreve—. Tócame —digo sin dejar de besarlo. Parece confundido, pero está tan excitado como yo.
Sus manos comienzan a acariciar mi cintura, pero no necesito ternura ahora, quiero algo más. Suelto un suspiro y pongo los ojos en blanco en mi mente, tomo sus manos y poso ambas encima de mis senos. Nuestras miradas vuelven a encontrarse y solo puedo sonreírle. Entierro mis manos en su pelo y, rápidamente, nos movemos sobre el colchón. Me encargo de quitar las sábanas con mis pies y él se tumba encima de mí. Estoy jadeando y sé que quiero esto, tal vez me arrepienta o tal vez no, solo hay una forma de averiguarlo.
—Bésame como me gusta, Santiago —le pido, mirándolo fijamente—. Sabes cómo me gusta.
Al fin logro ver una sonrisa en su rostro. Su boca comienza a besar mi cuello y esos besos hacen que varios gemidos se escapen de mi garganta. Quiero esto, si, lo quiero. Sé que muy en el fondo estoy imaginando que Pedro me hace esto, pero no es igual. Me siento como una estúpida por cometer esta locura, pero quiero hacerle daño aunque él jamás se entere que esto sucedió.
Me muevo rápidamente y ahora estoy encima de Santiago.
Parece sorprendido, pero hacer esto me recuerda a los viejos tiempos, a esa primera vez en esta misma habitación, esa vez en la que le di todo sin pedirle nada más.
Él lleva sus manos hacia mi espalda, desengancha mi sostén, me lo quita y se queda varios segundos viendo las dos maravillas que tiene delante de sus ojos. Yo siento la presión en su pantalón de vestir, y un golpe a la puerta que me devuelve a la realidad.
—¡Mierda! —exclamo, saliendo de encima de él de inmediato— ¡Muévete! —lo empujo de la cama entre risas y me cubro con las sábanas para fingir que nada sucede. Él parece demasiado perdido. Suelta un suspiro y acomoda su bata blanca que está llena de arrugas. Me siento como una chica mala y eso hace que me sienta mejor.
—¿Niña Paula? —pregunta Flora desde el otro lado.
—¡Puedes pasar, Flora! —grito entre más risas, mientras que Santiago acomoda el bulto en sus pantalones.
Ella abre la puerta lentamente e inspecciona la habitación en silencio. Me muerdo la lengua para no reír y veo la expresión divertida de Santiago.
—Niña Paula, su madre me ha enviado para saber si necesitan algo —dice con las mejillas encendidas. Si, ya lo notó. Sabe lo que estaba sucediendo.
—Eh… —balbuceo—. No, el doctor ya acabó —siseo, mirando a Santiago de reojo, y noto que se ríe—. Así que, puedes acompañarlo a la salida.
Él se pone de pie y me mira por unos segundos. Sé que está debatiéndose consigo mismo y no sabe cómo reaccionar.
Toma sus cosas y luego camina hacia la puerta en donde Flora lo espera con una sonrisa de impaciencia. Antes de cruzar el umbral se detiene en seco y me mira.
—Paso a recogerte a los ocho —dice, y luego se va.
Cuando cierra la puerta coloco mi mano en mi pecho y siento los latidos acelerados de mi corazón.
—¿Qué es esto? —me pregunto a mí misma—. ¿Qué acabo de hacer?
Luego, algo horrible invade mi pecho y me congela por dentro. Algo llamado culpa y, sobre todo, arrepentimiento…
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